sábado, 26 de noviembre de 2011

CUENTOS SIN PIES NI CABEZA


Los fantasmas de Ámsterdam

Index
Dionisio leyó por segunda vez la carta que su colega el Macana le envió desde Ámsterdam: “Vente para Ámsterdam, chico. Aquí te pones hasta el culo de marihuana y nadie te dice nada. Es legal, chico. Vente para Ámsterdam, que lo pasaremos pipa
A Dionisio no le hizo falta leerla por tercera vez, cogió el macuto, los dineros ahorrados y sin despedirse de nadie tomó el rumbo hacia la ciudad abierta y tolerante, la ciudad sin perjuicio. Estábamos a finales de los setenta, el abuelo Paco, el gallego de Ferrol, aún estaba caliente bajo la losa del Valle de los Caídos, y en la España que dejó, aunque se desperezaba de la murria y la estrechez en la que había vivido, las bocanadas de libertad aún parecían lejanas para Dionisio.
Allá, en la ciudad de la libertad, le esperaba su colega, el Macana, juerguista como pocos y turbulento como muchos. Salir de la Centraal Station y dirigirse sin más preámbulos a la Heijdenstraat para coger buen sitio en el Yoyo Cofeeshop, fue visto y no visto. Para Dionisio y el colega Macario no existía ni los bellos edificios del siglo XVII, ni la catedral monasterio del Oeste, ni los célebres museos, ni los canales, eran como el sediento ante una barrica de agua o el alcohólico en medio de una destilería de vodka. Del Yoyo, consumida la permitida ración, pasaron al venerado Mellow Yelow, pionero en la venta libre de hierbas, del Mellow Yelow aparecieron por la St. Antoniesbreestraat para degustar las variedades alucinógenas del Blue Bird, y de allí, vete a saber, acaso sentaron sus posaderas por el Baba, el Green House, o el Pool Dog, sin menospreciar alguna que otra Smartshop. Hasta el culo de hierba, como le dijo el colegui, iban los dos compadres canturreando “Haz el amor y no la guerra”. Creo suponer que acabaron a eso de la medianoche por el barrio Rojo buscando la guarida del Macana para poder dormir la melopea.

Va de filósofos
A eso de las dos, cuando el bullicio empezaba a diluirse, la encontraron. Era un cuchitril desvencijado por la humedad y el paso de los años. En él dejaron caer sus abatidos cuerpos, pero no la mente de Dionisio, que empapada del cóctel psicotrópico que había ingerido, comenzó a recorrer las calles, callejuelas y canales de Ámsterdam. Sería por la Jodenbreestraat, cerca del Museo judío, cuando se topó con Isaac Montalto, el hijo de Elías Montalto, quien había sido el médico de María de Medicis, la Reina Madre de la corte francesa. Iba Isaac en charla animada con su vecino el pintor Pieter Isaacszon y el mercader Salvador Rodrigues, escapado de la inquisición ibérica. Los tres pararon de inmediato la animada conversación y empezaron a reírse de la traza que llevaba el drogata, que asustado huyó despavorido atravesando canales hacia la Damstraat. Llegado a la plaza, su sorpresa fue mayúscula, en lugar de encontrarse con la brillante iluminación de las farolas y locales comerciales, se topó con una destartalada y extensa plaza, con un pegote de edificio grisáceo en un lateral de ella, iluminada por la luz del sol. Multitud de transeúntes vestidos con trajes de otra época la cruzaban, algunos iban en carro tirados por percherones, otros en elegantes caballos y la mayoría a pie. Descompuesto por la visión, quiso escapar de allí, pero percibido por un grupo cercano, le señalaron llamando la atención de todos. Empezaron a rodearle y a atosigarle a preguntas en una lengua que no entendía.
En medio del barullo, un hombre vestido de negro con amplio cuello blanco almidonado, con ascendencia sobre los demás, lo sacó del tumulto. Con mirada lánguida y palabra dulce le fue diciendo: El nadar a favor de la corriente no engrandece el espíritu, yo mismo sufrí la expulsión de la sinagoga por negar que la Biblia estuviera inspirada por Dios, tal como aseguraban todos. Por eso me compadecí de ti ante el tumulto. Ser diferente no es una maldición. Las circunstancias llevan al colectivo social a la obediencia. La rebeldía, sana en cierta medida, es como las pasiones. Pero ten en consideración, extraño joven, que las pasiones son un fenómeno de la naturaleza, con sus aspectos positivos y negativos, no conduce a nada suprimirlas o dominarlas, sino por el contrario, el camino es comprenderlas para tomar conciencia de ellas y utilizarlas en el desarrollo de la potencia del ser.
El empapado cerebro de Dionisio hacía supremo esfuerzo para entender la palabra melosa y exacta del hombre vestido de negro con amplio cuello blanco almidonado. Hablaba un español cadencioso, pero entendible. Al llegar a una pequeña plazoleta, se despidió de Dionisio, no sin antes decirle: Cuando el reposo vuelva a ti, no olvides buscar a mi maestro René Descartes. No debe estar muy lejos de aquí. Y así sin más, dio un salto encaramándose a un pedestal que había en una esquina de ella. Dionisio alzó la vista y en lugar del hombre vestido de negro con amplio cuello blanco almidonado que acababa de hablar con él, vio una figura de bronce impregnada de las cagadas de las palomas, bajo ella leyó el nombre de Spinoza.
—¡René!, ¡René!, ¡René Descartes! —iba gritando el alucinado Dionisio por entre callejas y canales.
Los habitantes de Ámsterdam, hechos a la tolerancia, miraban con curiosidad a tan extraño joven. De entre los paseantes se le acercó un muchacho, de pulcra vestimenta y ataviado de sombrero con pluma verde de ganso, educadamente le dijo: Descartes acaba de salir hacia el aeropuerto de Schiphol. Como bien sabes es francés. Se ha marchado para vender sus posesiones en Francia y trasladarse a vivir definitivamente en Ámsterdam. Aquí, lejos de las incertidumbres de la Guerra de los Treinta Años, se encuentra muy a gusto. Si tienes paciencia, espéralo; dentro de unos meses estará de vuelta. ¿Qué querías de él? ¿Puedo ayudarte en algo, extraño joven? Dionisio le contestó:
—Pues, la verdad es que no lo sé. Un tal Spinoza me ha ordenado que lo busque.
¡Ah!, —le aclaró el joven— entonces será para que el maestro del racionalismo y del método te explicara que sólo la razón puede proporcionarnos conocimientos seguros. Así pues, si embotas la razón con productos nefastos, perderás el valor de tu vida. Ten presente la máxima del maestro: “Pienso, luego existo”.
Dionisio estaba completamente aturdido, el joven le había hablado en una jerga que no entendía, que supuso que sería holandés, pero lo entendió perfectamente. El aturdimiento empezó a transformarse en furia, la gente que le miraba le angustiaba y el sol le molestaba enormemente. Quería volver al cuchitril del barrio Rojo con su amigo el Macana y meterse de nuevo en la oscuridad de la noche. Por eso, le preguntó al joven cuál era el camino para llegar al barrio Rojo. El joven del sombrero con pluma verde, le dijo: Simplemente, cierra los ojos.
Y así de sencillo fue. Cerrar los ojos y verse de nuevo entre los resoplidos de su colega y la humedad de la destartalada habitación, fue uno. A no tardar, entró en un profundo sueño.

Va de pintores
No pasaría una hora, que a Dionisio le pareció un escaso minuto, cuando alguien tocó su hombro. El atormentado joven, se volvió y vio ante él la figura de un hombre robusto y de arrugado rostro, que le decía: Hola Dionisio, soy el famoso pintor Rembrandt. Me he enterado de tu visita a la ciudad en donde reposan mis restos mortales, allá en el cementerio Oeste, y no puedo permitir que pases por ella sin conocer los grandes tesoros pictóricos que guardan sus museos. Así pues, ven conmigo que te los voy a enseñar. Dionisio fue a protestar, quería seguir durmiendo, coger fuerzas para el día siguiente para poder seguir cargándose de hierbas hasta reventar. De nada le valió, de pronto se vio otra vez en medio de la calle, bajo un sol radiante. Atravesando calles y callejas, Dionisio, se preguntaba si lo que le estaba pasando era producto del peyote que ingirió en el Baba o del cannabis de la puñetera Smartshop que el Macana le llevó, o de la mezcla de ambos. Vete a saber a estas alturas. El caso era que no podía resistirse, Rembrandt lo asía fuertemente del brazo, y en lugar de andar, parecían volar. La loca carrera paró en el número 4 la calle Jodenbreestraat, del barrio judío, frente a la que fue casa museo del pintor. Satisfecho y fanfarrón, Rembrandt le largó la siguiente perorata: Aquí vivía yo, uno de los mejores pintores del arte europeo y sin duda el pintor más importante de la historia de Holanda, y mira, jovenzuelo descarriado, la legión de pintores que ha parido esta nación: Cornelius Bisschop, Salomón de Bray, Pieter de Grebber, Thomas de Keyser, Gerrit Don, Willem Drost, Isaac Israëls, Johannes Vermeer…
Una voz viniendo del misterio atronó sonora e iracunda, rompiendo el monólogo del afamado pintor: ¡Y Vicent Van Gogh!, ¡el primero de todos vosotros, aprendices de pacotilla!
—Vaya, ya vuelve otra vez el molesto aguafiestas de siempre. Fuiste un inútil en vida y un estorbo en muerte.
—Y tu un pedante aprovechado de la ignorancia de tus contemporáneos.
—Repito, un inútil en vida, que ni siquiera supo pegarse con precisión el tiro que lo apartó de la gente correcta.
—No husmees en asuntos que no te incumben, y deja al muchacho que has raptado, siga libremente su camino.
—El camino de la destrucción y la locura, como el tuyo.
—No mejor que el de la ambición y la cordura, como el tuyo.
Y así continuó la diatriba entre la figura corpulenta de rostro arrugado y la voz misteriosa, mientras Dionisio iba como un árbitro de tenis, moviendo la cabeza de un lado a otro, hasta sentir un mareo insufrible dentro del mareo que ya tenía. En medio de la discusión, la figura de Rembrandt, dejó de sujetar a Dionisio para poner sus manos en posición de megáfono y llamar a Van Goh a viva voz: ¡Loco! ¡Inútil! ¡Desgraciado; ocasión que aprovechó el infortunado drogata para escapar como alma que se llevara el diablo.

El desenlace
Corre que te corre, el angustiado Dionisio, con el temor de que Rembrandt lo siguiera, se metió en una casa con la puerta entornada. Era el número 267 de la calle Prinsengracht. La figura de una jovencita de unos dieciséis años lo esperaba, y sin más presentación le preguntó: ¿Por qué huyes, Dionisio?, ¿por qué? Tú que estás en vida busca la muerte, y yo que estaba a las puertas de ella, buscaba con anhelo la vida. No tienes derecho a perder la tuya tan estúpidamente. Ante la dulce voz de la muchacha, Dionisio tuvo un momento de sosiego y lucidez: ¿Qué puedo hacer para salir de este atolladero en el que me he metido? La figura de la joven le contestó: Cerca de la estación Central hay un hombre con unos zuecos enormes, búscalo. Acaso él de solución a tus males.
­        Gracias, bonita muchacha. –cumplimentó el huido— ¿En cuál idioma hablas que puedo entenderte?
—En el mismo que el joven de sombrero con pluma verde, el idioma de los sueños.
—¡Ah! —exclamó Dionisio, otra palabra no pudo salir de su boca. Sin otra despedida volvió a salir al deslumbrante sol. Cerró los ojos, con la idea de regresar otra vez al cuchitril, pero esta vez no funcionó la magia. Entonces, sin saber cómo sus pasos le dirigieron hacia la Estación Central. Cerca de ella vio al hombre con zuecos enormes. Respetuosamente se acercó a él:
—Oiga señor de zuecos enormes, una muchacha me ha indicado que usted puede dar solución a mis males.
—Bueno, hablando con propiedad mejor que definirla como una muchacha, lo correcto sería decir que fue la figura de Anne Frank, en su casa museo —le explicó el hombre.
—¿Cómo diablos lo sabe usted? —preguntó sorprendido Dionisio.
—Muy sencillo, querido joven, muy sencillo. Yo preparé vuestro encuentro. —y ante la sorpresa mayúscula de Dionisio, siguió hablando— como preparé tu venida a Ámsterdam y tu borrachera de hierbas y tu vida desastrosa.
—Entonces, ¿qué… qué… solución me das para salir de ella —preguntó temeroso Dionisio?
—Muy sencillo, dejar de pensar en ti.
—¿Eres, entonces, mi creador?
—El mismo.
—¡Puf!, que asco, podías tener, al menos, mejor aspecto. Pareces un vulgar currante. —se encaró con descaro Dionisio.
—Esto es un asunto que no te incumbe. Es algo entre mi creador y yo —le respondió algo irritado el hombre.
—Bueno, colegui, no te sulfures. ¿Se puede saber por qué elegiste para mí un nombre tan desagradable?
—No encajaba otro mejor. El dios griego de la orgía, del desenfreno, de las pasiones turbulentas era justo nombre para ti. ¡Cuánto me hubiera gustado ponerte el opuesto Apolo!, pero no, tú condición…
—¿Sabes una cosa, colegui?, –dijo Dionisio interrumpiendo la explicación del hombre— ¡qué te vayan dando!
—Pues nada, jovencito, hasta nunca.
—Un momento, un momento —dijo Dionisio— antes de expulsarme de tu desagradable cerebro, dime cómo te llamas.
—Juan Antonio Miranda.
—Adiós Juan Antonio, ¡mamarracho! —se despidió Dionisio diciendo la última palabra.


La Gata Lorenza
Mi gata, mejor dicho la jodía de mi gata, no es una gata cualquiera. Es una mezcla de princesa déspota y niña malcriada. Es inoportuna, impertinente e inaguantable. Se llama Lorenza. El nombre me lo impuso ella. Acababa de destetarse y ya con ínfulas me dijo con todo descaro: "¡Llámame Lorenza!, aquellos que llevamos sangre de los Medici no podemos tener otro nombre más apropiado". Y claro, ante tanto dominio, con Lorenza se quedó. Fue su primera imposición. Luego vinieron múltiples. Una o dos y, a veces, hasta tres diarias. Así, tras sus tres años de existencia, pueden ustedes calcular por qué la califiqué de inoportuna, impertinente e inaguantable, a las que hay que añadir la de caprichosa. Uno de sus últimos caprichos, que es la causa de esta página, sucedió porque se enteró que Encarna, en su clase de informática, estaba dando un curso sobre Foros. La muy jodía quiso apuntarse al mismo. Sudores me costó convencerla de que no lo hiciera. Hubiera sido el hazmerreír de todos. Además, ¿quién de ustedes se iba a cartear con una gata? La convencí con la promesa de que yo le enseñaría lo aprendido y, cuando tuviera soltura en este de trastear entre foros, ya buscaríamos gente de su condición. Así pues, aquí me ven esclavo de mi promesa, cogiendo experiencia para satisfacer a Lorenza, la caprichosa de mi gata.
Y ustedes se preguntarán con toda lógica: "¿Cómo aguantas, hombre de Dios, tanto capricho a una gata, y mucho más si es una jodía?" La respuesta a dicha pregunta, como la de la Santísima Trinidad, es algo que no está establecida para la razón humana. Misterios de la vida, acaso Lorenza tenga de otras vidas, ascendencia de príncipes y yo haya padecido por mis pecados una existencia gatuna.
Algo de eso tiene que haber porque la susodicha Lorenza tiene gustos principescos. Adora tanto la música, como si realmente fuese un mecenas. En este aspecto, Lorenza tiene un variado gusto, un abanico de posibilidades que van desde el frenético y popular musical “Cat”  hasta el infantil “Estando el señor don Gato sentadito en su tejado”, sin dejar en el olvido al coro callejero del barrio denominado “Los Gatos musicales”, tras un curso intensivo de canto, dirigido por la propia Lorenza, han conseguido entonar unos maullidos que se hacen insoportables a la vecindad.  Su hora favorita son las cuatro de la madrugada. No podría ser otra conociendo la mala leche de mi gata. Ahora bien, esto hay que reconocerlo, cuando se pone melancólica no hay otra música que le embargue tanto como la sonata bethoviana “Claro de Luna”. En esos momentos, pone en marcha el magnetófono repetitivo y se sube al árbol del malasombra de mi vecino. Y allá se queda extasiada horas y horas contemplando la Luna ante el alivio que siento por su ausencia.
A Lorenza, como producto del mundo moderno, también le chifla el cine.  La película del ratón sabiondo Stuart Litle le encanta. He perdido la cuenta de las veces que la habrá visto. Lorenza odia al micifuz, gordo y señorón, de la casa de los Stuart, que no consigue expulsar del hogar al sabiondo ratón, A Lorenza le repele la bondad, el amor y todos esos empalagos vomitivos. En su mirada me doy cuenta que barrunta como acabar con tan repelente personaje.
Otra película que le fascina es "El gato azul". ¡Como disfruta la jodía cada vez que la proyecta en su imaginación!, porque en ninguna sala de proyecciones del mundo podrán ustedes verla. Es un exclusivo producto de la fantasía de Lorenza. Ella, por supuesto, es la principal protagonista, la más guapa y valiente heroína, que en buena lógica se casa con el más apuesto y poderoso mafioso, que es como a ella le van los gatos.
PeroLLo que más le hechiza es buscarme las cosquillas retándome en la lucha por el lugar favorito. Para mi desgracia los gustos de Lorenza y los míos coinciden plenamente. Hay una verdadera batalla por ver quien llega antes al sofá. Ya se pueden ustedes imaginar quién de los dos gana la partida. Mi biblioteca es otro de sus sitios favoritos. Husmear entre mis libros le subyuga. Estoy seguro que no lo hace por afán de cultura, sino por el simple hecho de demostrar quién es quién es el hogar. Cuando por la noche no está de parranda o no se une a los gatos musicales o Beethoven no endulza su alma gatuna, mi cama, a pesar de mi inútil oposición, es donde más disfruta dejando sus reales posaderas. Aquí, el combate se hace encarnizado, pero a pesar de mis estratagemas y de la intensidad de mi obstrucción, al final duermo mi derrota en el cuarto de los invitados.
Ahora bien, ¡hasta ahí podíamos llegar! Lo que ya no le permito, se ponga como se ponga, es que invada el santo lugar de mis descansos y desahogos, mi apacible retiro obligado por las convulsiones de mi sistema parasimpático, como le ocurrió hace tiempo a mi compadre Eufrasio con sus gatos, rebeldes y puñeteros como pocos, que invadían su sancta sanctorum sin importarles si se estaba duchando, cantando la Traviata o aliviándose del mal de vientre. 
Hasta ahí podíamos llegar…


Los descolgados del Prado
Andrea Sacchi, todas las noches tenía por costumbre descolgarse del cuadro que su discípulo Carlo Maratta le hizo, para pasearse por las silenciosas salas del Museo del Prado. Cansado de ir solo por las interminables galerías tuvo la ocurrencia de tentar a otros colgados para que le hicieran compañía. De esta forma, noche a noche fue encontrando colegas en tan aventurero acontecer.
Su primer compadre fue el canónigo Giovanni Mateo Ghiberti, del veronés Bernardino India, el canónigo Ghiberti era hombre de tendencia melancólica y dado al recuerdo. Su pasado tiempo como obispo de Verona, no era fácil de olvidar. Una noche le preguntó al adelantado Andrea:
—¿Cómo supiste que yo era un descolgado?
        —Tus ojos chispeaban. Eso me indicaba el irresistible impulso que sentías para saltar a una nueva vida.
        —No creas, vida como la que tuve en Verona, no podré repetirla. Aunque te he de confesar que tengo una gran curiosidad por visitar a una copia mía que está en el Museo de Castelvecchio.
        —Difícil lo pones, amigo Giovanni, cuando estamos cautivos en este lugar, bien transitado durante el día y solitario como un cementerio por las noches.
        —Si pudimos lograr el infranqueable tránsito de escapar de nuestro estático estado, ¿cómo no vamos a poder hacer una escapada hasta la querida Verona?
        —De momento, yo no tengo la solución, amigo Giovanni, pero no desesperes, acaso algún otro descolgado la tenga.
        —Busquémoslos, pues —y dejando pasar unos segundos, siguió hablando: Dices que se les nota en el chispear de sus ojos.
        —Así es. A los que no les chispean sus ojos es que aún no han evolucionado y están conformes con su condición de simple recuerdo.
        —Anoche, paseando por la sala de Goya, vi al joven de camisa blanca que iban a fusilar las tropas de Napoleón, que más que chispearle los ojos parecían que se les iban a salir de sus órbitas.
        —Ya lo tenté noches atrás —confirmó Andrea Sacchi— No nos vale, está enfermo de patria. Me comentó que le era imposible dejar de ser símbolo de mártir patrio.
        —Los hay para todos los gustos.
        —No desesperes, igual que tú escuchaste mi llamada, otros tantos la escucharán.
        Razón tenía Andrea Sacchi, así noche tras noches fueron sumándose descolgado tras descolgado. De esta forma volvieron a la nueva vida dos personajes de los borrachos de Velázquez; la marquesa de Santa Cruz de Francisco de Goya, de la que se enamoró perdidamente Andrea Sacchi; Tomás de Iriarte de Joaquín Inza, para comprobar cómo iba las ventas de sus obras, en especial las Fábulas literarias que publicó en 1792;  un condenado del Auto de fe de Pedro Berruguete, aliviado por poder escaparse por unas horas de tan trágico destino; Isabel Clara Eugenia de Alonso Sánchez Coello, hija de Felipe II y protectora de las artes; el caballero de la mano en el pecho del Greco, que bajó con la idea de aclarar si él era el caballero de la Orden de Santiago Juan Silva, notario mayor de Toledo, o el propio Miguel de Cervantes; don Fernando Girón y Ponce, gobernador de Cádiz, de Francisco de Zurbarán, que a pesar de su gota bajó para darse un respiro en la defensa de la ciudad de las acometidas de la escuadra inglesa de lord Wimbledon; un mosquetero neerlandés del cuadro de Las Lanzas de Diego Velázquez; un bailarín del cuadro Fiesta campestre de David Teniers, el joven; y algunos más hasta llegar a la veintena.
        Es difícil imaginarse el deambular, a veces en silencio y otras en animada cháchara, de tan misteriosos personajes por los salas del museo. Así pasaban las noches hasta las primeras tonalidades del clarear, que rápidamente volvían al lugar para el que habían sido creados. Los más dados a la francachela formaron una timba con la baraja, que un conserje dejaba en su taquilla. El gobernador de Cádiz, que era ducho con el julepe, una noche les dijo a sus compañeros de partida:
        ­­—Veremos como os vais a apañar en pagarme los mil reales que os he ganado hasta ahora.
        ­—Cómo no salgamos tras los muros para buscar los cuartos, dígame su vuecencia cómo —preguntó uno de los borrachos de Velázquez.
        Fue el origen. Desde este preciso momento la frase comenzó a roer los pensamientos de algunos descolgados.
        “La ocasión la pintan calva para conocer la capital del reino” se decía el joven Charles Cecil Roberts del retratista Pompeo Batoni, en su primera noche de descolgado.
“Claro, aquí encerrado nunca podré comprobar la ventas de mis Fábulas literarias, que tanta lata me dieron con mi amigo Samaniego” rumiaba Iriarte.
        “Dar una escapadita extramuros sería un primer paso para volver a la querida Verona” cavilaba Ghiberti.
        “Acaso sea la oportunidad de saber por fin si soy Juan Silva o el divino Cervantes” meditaba el hombre de la mano en el pecho en su seriedad.
        Mr Robert Butcher de Walttamstan, hombre inteligente, pero con fuerte tendencia a la jarana, de la que nunca pudo disfrutar por el qué dirán de su época, con la idea de resarcirse de las inconveniencias pasadas, explicó al expectante grupo:
­—Desde la posición de mi cuadro, que pintó el ponderado Tomás Gainsborough, varias veces he oído a algún que otro visitante, con las ojeras que proporciona el poco dormir, las veladas de fábula que se habían corrido por las tabernas y discotecas madrileñas.
—Esto tiene que  ser cosa de vivirlas ­—Dijo eufórico el bailongo de la Fiesta campestre.
­—Simple rumores —Apuntilló el signore Andrea Sacchi, pero tras un dubitativo gesto apostilló: No sería ninguna majadería comprobarlo.
­—Tiene su merced todo mi apoyo —Aún tengo en mi retina el recuerdo de otros tiempos —expresó uno de los borrachos de Velázquez, concretamente el del sombrero negro.
—Pues, queda dicho. Votemos en democrática hermandad —concretó el adelantado Sacchi.
­—Conmigo no contéis ­—aclaró la infanta Isabel Clara Eugenia— con las maravillas que hay en este museo no tenemos necesidad de buscar otros placeres fuera de aquí.
­—¿Alguien más se opone a la aventura? —preguntó Andrea Sacchi.
Cómo ninguno de los descolgados contestó, el adelantado dictó la sentencia que todos esperaban:
­—Queda establecido el poder salir a extramuros.
—¿Cómo saldremos? —preguntó el condenado del Auto de fe, que ansiaba verse lo más lejos posible de su fatal destino.
—Por la puerta, como sale todo el mundo —le aclaró el bailongo de la Fiesta campestre.
­—Eso está por ver —Dijo en su seriedad el hombre de la mano en el pecho, metiendo a todos en la duda.
­—Vayamos a la rotonda norte y comprobémoslo —sugirió Mr. Robert Butcher de Walttamstan.
Todos fueron hacia allá. Expectantes vieron cómo el señor Butcher atravesó la puerta sin ningún impedimento. A los pocos segundos, volvió a entrar diciendo:
—Amigos, hace una noche espléndida.
Alborotados, todos quisieron salir de inmediato. Mas, viendo Andrea Sacchi el descalabro, se interpuso entre el grupo y la puerta, diciendo con fuerte voz:
—¡Alto! Como responsable que me siento de haberos inducido a vivir en este nuevo estado, antes de salir a una ciudad desconocida os impongo estas dos condiciones: Una, ir siempre en grupo. Dos, volver a nuestros puestos en los cuadros antes del amanecer. Si es así: ¡adelante! Si no es así: contad con mi oposición.
El gobernador de Cádiz, hombre dado al orden, vio gran acierto en las palabras del adelantado.
—Corroboro punto por punto sus palabras.
—Yo también me sumo a esa opinión —dijo el obispo Giovanni Mateo Ghiberti.
—Y yo… Y yo… Y yo… ­—se apuntaron otros descolgados alzando, al mismo tiempo, sus manos.
—Un momento, antes de salir creo de conveniencia nombrar como responsable de esta hermandad al adelantado Andrea Sacchi y acatar todos su parecer ­—sugirió Tomás de Iriarte.
—De acuerdo —afirmaron los componentes del grupo.
Tomando el responsable la palabra, dijo:
—Pues bien, los que ya estuvieron en su época en esta ciudad, tengan la amabilidad de ir a mi lado —y dirigiéndose a la marquesa de Santa Cruz, le dijo al tanto que le ofrecía su brazo derecho—Señora mía, tome mi brazo y no se despegue de él. Considere que es la única mujer del grupo ­y sólo Dios sabe la suerte que nos espera saliendo a tan arriesgada aventura.
En orden y en silencio todos atravesaron la puerta, menos la infanta Isabel Clara Eugenia, que en profunda soledad se perdió por las galerías que tan feliz le hacían, mientras iba pensando: “Si mi padre, el poderoso Felipe II, tuviera a bien descolgarse del cuadro de Rubens, que tanto me agrada, no permitiría que esta turba de aventureros salieran”.
La noche era espléndida como afirmó Mr. Robert Butcher. Dejar atrás la escalinata de la puerta norte y parar el grupo en seco fue al unísono. Los personajes, no acostumbrados a tal luminiscencia, quedaron atónitos ante la iluminación de la ciudad. La fuente de Neptuno resplandecía en todo su esplendor, en medio de una ancha vía que tenían frente a ellos. Apenas pasaban viandantes. Eso les dio ánimos ¿Qué camino tomar? Las dudas comenzaron a surgir entre los que se suponían conocedores de la capital.
—Yo, como posible Cervantes diría que tenemos que atravesar ese ancho sendero que tenemos enfrente. Detrás de esa impresionante fuente y de esa arboleda, me da la sospecha que podemos encontrar zona de esparcimiento ­—sugirió el hombre de la mano en el pecho—. Ahora, como notario mayor de Toledo le digo, amigo Sacchi, que no tengo ni pajolera idea de qué camino seguir.
Los otros aventureros conocedores de la capital en su tiempo no sabían exactamente cuál sería la mejor ruta. Sólo el escritor Iriarte, dijo con cierta duda.
—Intuyo que el posible Cervantes, tiene razón.
A lo que se sumó la marquesa de Santa Cruz:
—Sí, puede ser que el posible Cervantes nos esté indicando buen camino, porque si no me equivoco este ancho sendero, aunque está muy reformado desde que pasé la última vez por él, debe ser el Salón del Prado. Si seguimos hacia la derecha supongo que llegaríamos al Palacio de Buenavista y no creo que por allí encontremos algo digno de vivirlo.
­—Pero si el que suponemos que es Cervantes no lo es y es el notario de Toledo. ¿Qué hacemos, entonces? —puso en duda el soldado neerlandés del cuadro de Las Lanzas.
­—Pues nada, damos la vuelta y santas pascuas. Tenemos toda la noche. Así pues, adelante —concluyó el adelantado Sacchi, indicado al grupo que le siguiera.
Nada más intentar cruzar el ancho sendero, que efectivamente era lo que la marquesa de Santa Cruz llamó el Salón del Prado, Paseo del Prado en la actualidad, unos vehículos pasaron veloces ante ellos, haciendo un ruido desconocido e infernal para sus oídos.
Aterrados, se arremolinaron unos a los otros viendo expectantes a los coches que transitaban en ambas direcciones. Pasado un corto tiempo, Mr. Robert Butcher de Walttamstan, impresionado por lo que estaba contemplando, les dijo a sus compañeros:
—Amigos, no temáis. Me da la sospecha que esas endiabladas máquinas no podrán nunca hacernos daño. Vivimos en dimensiones distintas.
Como nadie de la hermandad entendió eso de dimensiones distintas, el propio Mr. Robert dijo:
—Yo tampoco lo entiendo, pero voy a cruzar esta vía.
Influido por dicho convencimiento, Mr. Robert Butcher cruzó el Paseo del Prado sin percance alguno a pesar del fluido transitar de los coches. Desde la acera opuesta animó al resto de la hermandad a que le siguieran.
Estando todos en la acera opuesta, contentos y aliviados al comprobar la impunidad con la que había atravesado tan peligroso cruce, surgió ante ellos la carrera de San Jerónimo totalmente iluminada. Al fondo a la derecha se contemplaba el Congreso con sus dos leones de bronce, como celosos guardianes de las farsas políticas que suele darse en tan ilustre mentidero.
Hacia allá iba el grupo, cuando la marquesa le comunicó a su acompañante Andrea Sacchi:
—Caballero, pienso que será mejor ir por la vereda del Prado, hacia la izquierda.
        —Sus sugerencias son órdenes, señora mía —dijo cortés el adelantado Sacchi.
De esta forma el grupo siguió los pasos del adelantado. Al llegar a la primera bocacalle, leyeron un cartel que decía: “Calle de Cervantes”.
­—Nombre de altura y de prestigio tiene usted —le dijo el joven Charles Cecil Roberts al hombre de la mano en el pecho.
—Si lo fuera, hermano en aventura, pero quién podrá aclararlo.
Entonces Tomás Iriarte, que no dejaba de dar vueltas a sus recuerdos, le dijo al posible Cervantes:
—Estimado maestro, usted sólo puede aclararlo si rememora su pasado por este barrio. Si usted es Cervantes debe recordar que vivió en esta calle, denominada por aquellos tiempos la calle de Francos, pero también vivió y murió en otra que está cerca de aquí, que creo se llama calle de las Huertas o de Cantarranas, donde se ubicaba el Convento de las Trinitarias, en el que fue usted enterrado.
—Pues no seré Cervantes, porque no recuerdo absolutamente nada.
­—Vayamos hacia el Convento por si allí su memoria le da un vuelco, ordenó el responsable Sacchi.
Hacía allá fueron, atravesando, entre algunos escandalosos viandantes, la calle Lope de Vega, antiguamente Cantarranas, mas al llegar a la contigua calle de las Huertas todos los miembros de la hermandad quedaron petrificados con la boca abierta, dejando en el olvido al Convento y a las ganas de averiguar la personalidad del hombre de la mano en el pecho. Un incesante jolgorio de música y charloteo llenaba la calle y las variadas tabernas que había a lo largo de sus estrechas aceras. Sin esperar orden alguna y olvidándose el compromiso adquirido de permanecer en grupo, comenzaron a dispersarse por cuanta tasca encontraban a su paso. En La Lupe, donde se servía una sangría cabezona que tumbaba al más pintado, los borrachos de Velázquez junto al joven Charles Cecil Roberts y al mosquetero de Las Lanzas tomaron discreto asiento, y con eso de estar en otra dimensión pronto aprendieron el truco de vaciar jarras a espaldas de los camareros.
—Oye, Eustaquio, ¿quién se ha bebido esta jarra y no la ha pagado?
—Pues chico, no lo sé. Yo no la he servido —se justificaba el camarero Eustaquio ante su encargado.
Pero no fue solamente la jarra de La Lupe, también empezaron a desaparecer jarras, botellas de ron, de whisky, o de lo que fuera en cuanta taberna de la calle de las Huertas y de otras adyacentes por donde pasara la marabunta de los descolgados. La Hora Bruja, La Ley Seca, Las Cuevas de Sésamo, La Boca del Lobo, La Negra Tomasa, y otras tantas que hierven de música, alcohol y droga hasta altas horas de la madrugada fueron testigos de su voracidad.
Tras años e incluso siglos de abstención, ninguno de los componentes de la hermandad de los descolgados se resistió a la tentación de vivir juerga tan inesperada. Todos sin excepción se metieron de lleno en ella sin acordarse de su condición. El canónigo Giovanni Mateo Ghiberti, que había cogido privilegiado sitio en la Boca del Lobo, tras meterse entre pecho y espalda tres margaritas, salió al fresco para despejar su aturdida cabeza. Anduvo buen trecho hasta llegar a la calle Cedaceros. Allí se topó con un letrero que decía “Vincit. Agencia de Viajes”. A pesar del nublado que rodeaba sus neuronas, sacó una conclusión: “Aquí puedo encontrar solución a mi deseo de visitar Verona”. Eran las dos de la madrugada. Cuando oyó las campanadas de la cercana iglesia de Calatrava dar las siete, ya se había enterado de que había unas máquinas que volaban y que podían llevarle desde Madrid a Roma en dos horas, que salían de un lugar que se llamaba aeropuerto de Barajas y, que no lejos de aquí, había una máquina subterránea, que llamaban Metro, que podía conducirle hasta ese mismo aeropuerto. Así, sin pensarlo dos veces, salió de la Agencia de Viajes, tomando rumbo hacia su querida Verona.
Paralelamente, el escritor Iriarte, tras beberse unos lingotazos de un buen coñac, subió calle arriba para compensarlos con el excelente ron que el enano Nicolás de Pertusato de Las Meninas de Velázquez le dijo que servían en La negra Tomasa. El enano Nicolás fue el último en descolgarse y el primero en recorrer todas los tugurios de la zona. Pero mira por donde, sobre el número 40 de la calle Huertas el literato Iriarte se dio de lleno con la librería Iberoamericana. Sin dudarlo, atravesó la cancela y empezó a buscar su obra literaria entre los miles y miles de libros que guardaban las estanterías. Se pasó la noche sin encontrar ninguno de sus escritos. Entrando el amanecer, descorazonado, salió a la calle en busca de consuelo.
Todo esto ocurría al tanto que  los descolgados, que no tenían pare en eso de empinar el codo y bailar hasta el agotamiento, vieron cómo empezaba la clientela a desaparecer y los camareros a recoger las mesas. Un reloj en Las Cuevas de Sésamo, dio las cuatro. Poco caso hicieron los juerguistas; desbocados como potros salvajes, bien había aprendido cómo sablear las botellas y cómo pasar de una taberna a otra sin riesgo alguno. Serían cerca de las seis cuando el gobernador de Cádiz, que se encontraba en La Mojigata en animada conversación con Mr. Robert Butcher sobre la estrategia que estaba usando para impedir que lord Wimbledon se apoderara de la ciudad, oyó el ruido metálico del cierre de la puerta. En ese preciso instante tuvo conciencia de lo avanzado de la hora. Dando un salto preguntó:
—¿Dónde está el adelantado Sacchi?
Un personaje de Las Capitulaciones de Boda de Wattean, que estaba medio dormido en un rincón cercano, le explicó:
­—La última vez que lo vi, estaba refocilándose con la marquesa en El Secreto de Rita, que está en la calle de al lado, creo que se llama Echegaray.
­—Vamos, pues, a buscarlo que ya es hora de recogerse.
Apurando los vasos que tenía, los cinco o seis descolgados que vivían en Las Cuevas de Sésamo los últimos latidos de la juerga, salieron a la calle atravesando la puerta que ya estaba cerrada.
—Ir a buscar por estos tugurios al resto de la hermandad, el gobernador y yo buscaremos al adelantado Sacchi, que a buen seguro, se olvidó de su responsabilidad —Dijo Mr. Robert Butcher.
No hizo falta llegar hasta El Secreto de Rita, ya que antes de entrar en Echegaray, la pareja de tortolitos formados por Andrea Sacchi y la marquesa de Santa Cruz venían calle abajo dando tumbos. Pasos atrás le seguía un cabizbajo Tomás Iriarte que iba meditando: “¿Qué razón había para tanta lucha con Samaniego? Ni él ni yo estamos entre los miles y miles de libros que hay en esa librería. Nada de mis comedias ni de mis Fábulas literarias. Ni el menor rastro de El señorito mimado, ni de La señorita malcriada. ¿Qué fue del éxito pasado? El éxito es como las efímeras olas del mar. Una es absorbida por la siguiente en un abrir y cerrar de ojos.”
Cuando los cinco descolgados llegaron a Las Cuevas de Sésamo, la cofradía estaba al completo, con excepción del que fue obispo de Verona.
—¿Qué hacemos Andrea Sacchi? —inquirieron algunos descolgados.
—De momento, ir a nuestros puestos. Supongamos que el amigo Giovanni Mateo Ghiberti, como buen canónigo, sabrá dar con el camino de vuelta. Así pues, marchemos todos juntos antes de que el día aparezca.
Así todos juntos, con los trajes arrugados y llenos lamparones, apoyándose unos en otros y dando bandazos, llegaron canturreando al Museo del Prado, su casa, alborotando el silencio de las salas. La infanta Isabel Clara Eugenia, que hacía rato se había situado en su lugar, se dijo: “Vaya tropa de gamberros. Si mi padre pudiera descolgarse, los pondría a buen recaudo”.
Cuando horas después, se abrieron las puertas al público, un conserje con vista hecha para el detalle, vio extrañado como el mosquetero de Las Lanzas, el bailongo de la Fiesta Campestre, y otros más tenían los trajes hechos una lástima. Camino de  comunicar el desastre a su superior iba pensando: “Posiblemente, en un descuido, algún niño malcriado los manchó adrede con sus manos llenas de chocolate”. Pero donde no pudo encontrar ninguna explicación fue cuando se tropezó con el retrato de Bernardino India, del canónigo Giovanni Mateo Ghiberti, y vio en lugar de la figura detallada y bien definida del obispo una silueta blanquecina sin apenas relieve, como si el buen obispo no estuviera.

Noches después tuve una inesperada visita. Andrea Sacchi me pidió encarecidamente que aireara la siguiente nota:
“Se ruega a la persona que vaya al Museo de Castelvecchio de Verona y se encuentre con el que fue obispo de dicha ciudad, Giovanni Mateo Ghiberti, le comunique que vuelva inmediatamente al Museo del Prado de Madrid. En breve su figura va a ser restituida por otra semejante, y si no llega antes de que esto ocurra, corre el riesgo de verse vagando eternamente al no tener sitio en ninguna pinacoteca”.


Concierto para piano y orquesta núm. 1

El director de la orquesta cierra los ojos, respira profundamente como queriendo meter toda la partitura en su cerebro y ordena al pianista la apertura del Concierto para piano y orquesta núm. 2 de Sergei Rachmaninov. Una ola turbulenta estremece el teclado del piano, mientras los instrumentos de la orquesta van esparciendo por todo el recinto del auditorio un lirismo moderado que va envolviendo a los espectadores.
Algunos, de medible sensibilidad, oyen simples tonos más o menos agradables, pero otros, acaso los menos, esos tonos llegan directamente a sus almas silenciando su lógica y su juicio estético. Sus almas, embriagadas por los serenos acordes, se van inflando como globos y elevándose lentamente hacia el techo del recinto, sujetas por un cordón invisible al cuerpo que ha quedado inerme escuchando las fluidas notas de la orquesta. Allí, en lo alto flotan en una melódica danza. Este sosegado lirismo se mantiene hasta que el célebre Moderato deja paso el Adagio sostenuto, que inicia su andadura con un breve vibrar de cuerdas; tras ello, el piano empieza a desgranar con dulzura unas notas misteriosas, que agitan en extremo a dos almas que vagaban melancólicas por el techo entre las olas de la melodía. Electrizadas por tan íntimas notas, las dos almas, hechas globos flotantes chocan entre sí haciéndose solo una.
        En ese preciso instante, en el patio de butacas dos miradas se encuentran, se reconocen y no pueden separarse sin entender la razón, a pesar de que la lógica de los dueños de esas miradas les dice que por decoro deben romper el misterioso lazo que les une.
        Pero no pueden, por más que sus juicios les dictaminen prudencia, no pueden. Muchos años atrás quedaron fundidas en una sola… Corría los años de la guerra civil rusa. Tras la caída de Omsk el 14 de noviembre de 1919, el ejército blanco del almirante Kolchak, casi en desbandada, huyó hacia el Este ante el empuje de los bolcheviques. Al llegar al pueblo de Kormilovka el teniente Alexander Olinska buscó un médico para que atendiera sus heridas y las de un compañero. Alexander no encontró al médico porque había sido reclutado meses atrás por el ejército rojo, pero sí su casa y dentro de ella a su mujer, Natalia Maximova.
        Inmediatamente se reconocieron, nunca se habían visto, pero se reconocieron como si toda la vida hubieran estado juntos. Natalia puso sus escasos conocimientos en medicina en atender a los heridos, pero no apartaba su vista ni su corazón de los ojos del teniente, y éste en los de ella. Pasados unos días, el compañero de Alexander Olinska, algo recuperado de la herida, le dijo a su superior:
        ­—Vayámonos, no tardando nos descubrirán.
        Era la postura lógica, pero el teniente Olinska no podía romper el lazo que le unía a los grisáceos ojos de Natalia Maximova. Esa misma noche el soldado desapareció entre las sombras.
El amor de Natalia y Alexander bullía como ascuas, endulzado al atardecer por las notas del piano del Adagio sostenuto del Concierto para piano y orquesta núm. 2 de Sergei Rachmaninov. Natalia pasaba sus frágiles dedos por el teclado sin apenas rozarlo, era su alma la que sacaba tan exquisitas notas. Así pasaron días y días envueltos en un profundo e inexplicable amor, hasta que unos golpes en la puerta rompieron el encanto. Una patrulla del ejército rojo los llevó al paredón. Iban uno junto al otro, cogidos de las manos y mirándose tiernamente a los ojos. No temían, su amor era infinitamente superior al miedo. Sus corazones se habían fundido en uno solo. Unos disparos de fusil rompió su estructura física, pero esas células de la emoción, del sentimiento, de eso que llamamos alma continúan vagando unidos por el espacio infinito. Simplemente unas nostálgicas notas de piano hicieron que volvieran de nuevo a este otro espacio finito.
Esta vez no fue unos disparos de fusil quien de nuevo los separó. Simplemente la voz de un niño de unos diez años rompió el hechizo:
—Mamá, mamá, el concierto ha terminado.