Los
fantasmas de Ámsterdam
Index
Dionisio leyó por
segunda vez la carta que su colega el Macana le envió desde Ámsterdam: “Vente para Ámsterdam, chico. Aquí te pones
hasta el culo de marihuana y nadie te dice nada. Es legal, chico. Vente para
Ámsterdam, que lo pasaremos pipa”
A Dionisio no le hizo
falta leerla por tercera vez, cogió el macuto, los dineros ahorrados y sin
despedirse de nadie tomó el rumbo hacia la ciudad abierta y tolerante, la
ciudad sin perjuicio. Estábamos a finales de los setenta, el abuelo Paco, el
gallego de Ferrol, aún estaba caliente bajo la losa del Valle de los Caídos, y
en la España
que dejó, aunque se desperezaba de la murria y la estrechez en la que había
vivido, las bocanadas de libertad aún parecían lejanas para Dionisio.
Allá, en la ciudad de la
libertad, le esperaba su colega, el Macana, juerguista como pocos y turbulento
como muchos. Salir de la Centraal Station
y dirigirse sin más preámbulos a la Heijdenstraat para coger buen sitio en el Yoyo
Cofeeshop, fue visto y no visto. Para Dionisio y el colega Macario no existía
ni los bellos edificios del siglo XVII, ni la catedral monasterio del Oeste, ni
los célebres museos, ni los canales, eran como el sediento ante una barrica de
agua o el alcohólico en medio de una destilería de vodka. Del Yoyo, consumida
la permitida ración, pasaron al venerado Mellow Yelow, pionero en la venta
libre de hierbas, del Mellow Yelow aparecieron por la St. Antoniesbreestraat
para degustar las variedades alucinógenas del Blue Bird, y de allí, vete a
saber, acaso sentaron sus posaderas por el Baba, el Green House, o el Pool Dog,
sin menospreciar alguna que otra Smartshop. Hasta el culo de hierba, como le
dijo el colegui, iban los dos compadres canturreando “Haz el amor y no la
guerra”. Creo suponer que acabaron a eso de la medianoche por el barrio Rojo
buscando la guarida del Macana para poder dormir la melopea.
Va
de filósofos
A eso de las dos, cuando
el bullicio empezaba a diluirse, la encontraron. Era un cuchitril desvencijado
por la humedad y el paso de los años. En él dejaron caer sus abatidos cuerpos,
pero no la mente de Dionisio, que empapada del cóctel psicotrópico que había
ingerido, comenzó a recorrer las calles, callejuelas y canales de Ámsterdam.
Sería por la
Jodenbreestraat, cerca del Museo judío, cuando se topó con
Isaac Montalto, el hijo de Elías Montalto, quien había sido el médico de María
de Medicis, la Reina Madre
de la corte francesa. Iba Isaac en charla animada con su vecino el pintor
Pieter Isaacszon y el mercader Salvador Rodrigues, escapado de la inquisición
ibérica. Los tres pararon de inmediato la animada conversación y empezaron a
reírse de la traza que llevaba el drogata, que asustado huyó despavorido
atravesando canales hacia la Damstraat.
Llegado a la plaza, su sorpresa fue mayúscula, en lugar de
encontrarse con la brillante iluminación de las farolas y locales comerciales,
se topó con una destartalada y extensa plaza, con un pegote de edificio
grisáceo en un lateral de ella, iluminada por la luz del sol. Multitud de
transeúntes vestidos con trajes de otra época la cruzaban, algunos iban en
carro tirados por percherones, otros en elegantes caballos y la mayoría a pie.
Descompuesto por la visión, quiso escapar de allí, pero percibido por un grupo
cercano, le señalaron llamando la atención de todos. Empezaron a rodearle y a
atosigarle a preguntas en una lengua que no entendía.
En medio del barullo, un
hombre vestido de negro con amplio cuello blanco almidonado, con ascendencia
sobre los demás, lo sacó del tumulto. Con mirada lánguida y palabra dulce le
fue diciendo: El nadar a favor de la
corriente no engrandece el espíritu, yo mismo sufrí la expulsión de la sinagoga
por negar que la Biblia
estuviera inspirada por Dios, tal como aseguraban todos. Por eso me compadecí
de ti ante el tumulto. Ser diferente no es una maldición. Las circunstancias
llevan al colectivo social a la obediencia. La rebeldía, sana en cierta medida, es como las pasiones. Pero ten en consideración, extraño joven,
que las pasiones son un fenómeno de la naturaleza, con sus aspectos positivos y
negativos, no conduce a nada suprimirlas o dominarlas, sino por el contrario,
el camino es comprenderlas para tomar conciencia de ellas y utilizarlas en el
desarrollo de la potencia del ser.
El empapado cerebro de
Dionisio hacía supremo esfuerzo para entender la palabra melosa y exacta del
hombre vestido de negro con amplio cuello blanco almidonado. Hablaba un español
cadencioso, pero entendible. Al llegar a una pequeña plazoleta, se despidió de
Dionisio, no sin antes decirle: Cuando el
reposo vuelva a ti, no olvides buscar a mi maestro René Descartes. No debe estar muy lejos de aquí. Y así
sin más, dio un salto encaramándose a un pedestal que había en una esquina de
ella. Dionisio alzó la vista y en lugar del hombre vestido de negro con amplio
cuello blanco almidonado que acababa de hablar con él, vio una figura de bronce
impregnada de las cagadas de las palomas, bajo ella leyó el nombre de Spinoza.
—¡René!, ¡René!, ¡René
Descartes! —iba gritando el alucinado Dionisio por entre callejas y canales.
Los habitantes de Ámsterdam,
hechos a la tolerancia, miraban con curiosidad a tan extraño joven. De entre
los paseantes se le acercó un muchacho, de pulcra vestimenta y ataviado de
sombrero con pluma verde de ganso, educadamente le dijo: Descartes acaba de salir hacia el aeropuerto de Schiphol. Como bien
sabes es francés. Se ha marchado para vender sus posesiones en Francia y
trasladarse a vivir definitivamente en Ámsterdam. Aquí, lejos de las
incertidumbres de la Guerra
de los Treinta Años, se encuentra muy a gusto. Si tienes paciencia, espéralo;
dentro de unos meses estará de vuelta. ¿Qué querías de él? ¿Puedo ayudarte en
algo, extraño joven? Dionisio le contestó:
—Pues, la verdad es que
no lo sé. Un tal Spinoza me ha ordenado que lo busque.
¡Ah!, —le aclaró el joven— entonces será para que el maestro del
racionalismo y del método te explicara que sólo la razón puede proporcionarnos
conocimientos seguros. Así pues, si embotas la razón con productos nefastos,
perderás el valor de tu vida. Ten presente la máxima del maestro: “Pienso,
luego existo”.
Dionisio estaba
completamente aturdido, el joven le había hablado en una jerga que no entendía,
que supuso que sería holandés, pero lo entendió perfectamente. El aturdimiento
empezó a transformarse en furia, la gente que le miraba le angustiaba y el sol
le molestaba enormemente. Quería volver al cuchitril del barrio Rojo con su
amigo el Macana y meterse de nuevo en la oscuridad de la noche. Por eso, le
preguntó al joven cuál era el camino para llegar al barrio Rojo. El joven del
sombrero con pluma verde, le dijo: Simplemente,
cierra los ojos.
Y así de sencillo fue.
Cerrar los ojos y verse de nuevo entre los resoplidos de su colega y la humedad
de la destartalada habitación, fue uno. A no tardar, entró en un profundo
sueño.
Va
de pintores
No pasaría una hora, que
a Dionisio le pareció un escaso minuto, cuando alguien tocó su hombro. El
atormentado joven, se volvió y vio ante él la figura de un hombre robusto y de
arrugado rostro, que le decía: Hola
Dionisio, soy el famoso pintor Rembrandt. Me he enterado de tu visita a la
ciudad en donde reposan mis restos mortales, allá en el cementerio Oeste, y no
puedo permitir que pases por ella sin conocer los grandes tesoros pictóricos
que guardan sus museos. Así pues, ven conmigo que te los voy a enseñar.
Dionisio fue a protestar, quería seguir durmiendo, coger fuerzas para el día
siguiente para poder seguir cargándose de hierbas hasta reventar. De nada le
valió, de pronto se vio otra vez en medio de la calle, bajo un sol radiante.
Atravesando calles y callejas, Dionisio, se preguntaba si lo que le estaba
pasando era producto del peyote que ingirió en el Baba o del cannabis de la
puñetera Smartshop que el Macana le llevó, o de la mezcla de ambos. Vete a
saber a estas alturas. El caso era que no podía resistirse, Rembrandt lo asía
fuertemente del brazo, y en lugar de andar, parecían volar. La loca carrera
paró en el número 4 la calle Jodenbreestraat, del barrio judío, frente a la que
fue casa museo del pintor. Satisfecho y fanfarrón, Rembrandt le largó la
siguiente perorata: Aquí vivía yo, uno de
los mejores pintores del arte europeo y sin duda el pintor más importante de la
historia de Holanda, y mira, jovenzuelo descarriado, la legión de pintores que
ha parido esta nación: Cornelius Bisschop, Salomón de Bray, Pieter de Grebber,
Thomas de Keyser, Gerrit Don, Willem Drost, Isaac Israëls, Johannes Vermeer…
Una voz viniendo del
misterio atronó sonora e iracunda, rompiendo el monólogo del afamado pintor: ¡Y Vicent Van Gogh!, ¡el primero de todos
vosotros, aprendices de pacotilla!
—Vaya,
ya vuelve otra vez el molesto aguafiestas de siempre. Fuiste un inútil en vida
y un estorbo en muerte.
—Y
tu un pedante aprovechado de la ignorancia de tus contemporáneos.
—Repito,
un inútil en vida, que ni siquiera supo pegarse con precisión el tiro que lo
apartó de la gente correcta.
—No
husmees en asuntos que no te incumben, y deja al muchacho que has raptado, siga
libremente su camino.
—El
camino de la destrucción y la locura, como el tuyo.
—No
mejor que el de la ambición y la cordura, como el tuyo.
Y así continuó la
diatriba entre la figura corpulenta de rostro arrugado y la voz misteriosa,
mientras Dionisio iba como un árbitro de tenis, moviendo la cabeza de un lado a
otro, hasta sentir un mareo insufrible dentro del mareo que ya tenía. En medio
de la discusión, la figura de Rembrandt, dejó de sujetar a Dionisio para poner
sus manos en posición de megáfono y llamar a Van Goh a viva voz: ¡Loco! ¡Inútil! ¡Desgraciado; ocasión que aprovechó el infortunado drogata
para escapar como alma que se llevara el diablo.
El
desenlace
Corre que te corre, el
angustiado Dionisio, con el temor de que Rembrandt lo siguiera, se metió en una
casa con la puerta entornada. Era el número 267 de la calle Prinsengracht. La
figura de una jovencita de unos dieciséis años lo esperaba, y sin más
presentación le preguntó: ¿Por qué huyes,
Dionisio?, ¿por qué? Tú que estás en vida busca la muerte, y yo que estaba a
las puertas de ella, buscaba con anhelo la vida. No tienes derecho a perder la
tuya tan estúpidamente. Ante la dulce voz de la muchacha, Dionisio tuvo un
momento de sosiego y lucidez: ¿Qué puedo hacer para salir de este atolladero en
el que me he metido? La figura de la joven le contestó: Cerca de la estación Central hay un hombre con unos zuecos enormes,
búscalo. Acaso él de solución a tus males.
Gracias, bonita muchacha. –cumplimentó el huido— ¿En cuál idioma hablas que
puedo entenderte?
—En
el mismo que el joven de sombrero con pluma verde, el idioma de los sueños.
—¡Ah! —exclamó Dionisio,
otra palabra no pudo salir de su boca. Sin otra despedida volvió a salir al
deslumbrante sol. Cerró los ojos, con la idea de regresar otra vez al
cuchitril, pero esta vez no funcionó la magia. Entonces, sin saber cómo sus
pasos le dirigieron hacia la Estación
Central. Cerca de ella vio al hombre con zuecos enormes.
Respetuosamente se acercó a él:
—Oiga señor de zuecos
enormes, una muchacha me ha indicado que usted puede dar solución a mis males.
—Bueno, hablando con
propiedad mejor que definirla como una muchacha, lo correcto sería decir que
fue la figura de Anne Frank, en su casa museo —le explicó el hombre.
—¿Cómo diablos lo sabe
usted? —preguntó sorprendido Dionisio.
—Muy sencillo, querido
joven, muy sencillo. Yo preparé vuestro encuentro. —y ante la sorpresa
mayúscula de Dionisio, siguió hablando— como preparé tu venida a Ámsterdam y tu
borrachera de hierbas y tu vida desastrosa.
—Entonces, ¿qué… qué…
solución me das para salir de ella —preguntó temeroso Dionisio?
—Muy sencillo, dejar de
pensar en ti.
—¿Eres, entonces, mi
creador?
—El mismo.
—¡Puf!, que asco, podías
tener, al menos, mejor aspecto. Pareces un vulgar currante. —se encaró con
descaro Dionisio.
—Esto es un asunto que
no te incumbe. Es algo entre mi creador y yo —le respondió algo irritado el
hombre.
—Bueno, colegui, no te
sulfures. ¿Se puede saber por qué elegiste para mí un nombre tan desagradable?
—No encajaba otro mejor.
El dios griego de la orgía, del desenfreno, de las pasiones turbulentas era
justo nombre para ti. ¡Cuánto me hubiera gustado ponerte el opuesto Apolo!,
pero no, tú condición…
—¿Sabes una cosa,
colegui?, –dijo Dionisio interrumpiendo la explicación del hombre— ¡qué te
vayan dando!
—Pues nada, jovencito,
hasta nunca.
—Un momento, un momento —dijo
Dionisio— antes de expulsarme de tu desagradable cerebro, dime cómo te llamas.
—Juan Antonio Miranda.
—Adiós Juan Antonio,
¡mamarracho! —se despidió Dionisio diciendo la última palabra.
La
Gata Lorenza
Mi gata, mejor dicho la jodía de mi
gata, no es una gata cualquiera. Es una mezcla de princesa déspota y niña
malcriada. Es inoportuna, impertinente e inaguantable. Se llama Lorenza. El
nombre me lo impuso ella. Acababa de destetarse y ya con ínfulas me dijo con
todo descaro: "¡Llámame Lorenza!, aquellos que llevamos sangre de los Medici
no podemos tener otro nombre más apropiado". Y claro, ante tanto dominio,
con Lorenza se quedó. Fue su primera imposición. Luego vinieron múltiples. Una
o dos y, a veces, hasta tres diarias. Así, tras sus tres años de existencia,
pueden ustedes calcular por qué la califiqué de inoportuna, impertinente e
inaguantable, a las que hay que añadir la de caprichosa. Uno de sus últimos
caprichos, que es la causa de esta página, sucedió porque se enteró que Encarna,
en su clase de informática, estaba dando un curso sobre Foros. La muy jodía
quiso apuntarse al mismo. Sudores me costó convencerla de que no lo hiciera.
Hubiera sido el hazmerreír de todos. Además, ¿quién de ustedes se iba a cartear
con una gata? La convencí con la promesa de que yo le enseñaría lo aprendido y,
cuando tuviera soltura en este de trastear entre foros, ya buscaríamos gente de
su condición. Así pues, aquí me ven esclavo de mi promesa, cogiendo experiencia
para satisfacer a Lorenza, la caprichosa de mi gata.
Y
ustedes se preguntarán con toda lógica: "¿Cómo aguantas, hombre de Dios,
tanto capricho a una gata, y mucho más si es una jodía?" La respuesta a
dicha pregunta, como la de la Santísima Trinidad, es algo que no está
establecida para la razón humana. Misterios de la vida, acaso Lorenza tenga de
otras vidas, ascendencia de príncipes y yo haya padecido por mis pecados una
existencia gatuna.
Algo
de eso tiene que haber porque la susodicha Lorenza tiene gustos principescos.
Adora tanto la música, como si realmente fuese un mecenas. En este aspecto,
Lorenza tiene un variado gusto, un abanico de posibilidades que van desde el
frenético y popular musical “Cat” hasta
el infantil “Estando el señor don Gato sentadito en su tejado”, sin dejar en el
olvido al coro callejero del barrio denominado “Los Gatos musicales”, tras un
curso intensivo de canto, dirigido por la propia Lorenza, han conseguido
entonar unos maullidos que se hacen insoportables a la vecindad. Su hora favorita son las cuatro de la
madrugada. No podría ser otra conociendo la mala leche de mi gata. Ahora bien, esto
hay que reconocerlo, cuando se pone melancólica no hay otra música que le
embargue tanto como la sonata bethoviana “Claro de Luna”. En esos momentos,
pone en marcha el magnetófono repetitivo y se sube al árbol del malasombra de
mi vecino. Y allá se queda extasiada horas y horas contemplando la Luna ante el
alivio que siento por su ausencia.
A Lorenza, como producto del mundo
moderno, también le chifla el cine. La
película del ratón sabiondo Stuart Litle le encanta. He perdido la cuenta de
las veces que la habrá visto. Lorenza odia al micifuz, gordo y señorón, de la
casa de los Stuart, que no consigue expulsar del hogar al sabiondo ratón, A
Lorenza le repele la bondad, el amor y todos esos empalagos vomitivos. En su
mirada me doy cuenta que barrunta como acabar con tan repelente personaje.
Otra película que le fascina es
"El gato azul". ¡Como disfruta la jodía cada vez que la proyecta en
su imaginación!, porque en ninguna sala de proyecciones del mundo podrán
ustedes verla. Es un exclusivo producto de la fantasía de Lorenza. Ella, por
supuesto, es la principal protagonista, la más guapa y valiente heroína, que en
buena lógica se casa con el más apuesto y poderoso mafioso, que es como a ella
le van los gatos.
Lo que más le
hechiza es buscarme las cosquillas retándome en la lucha por el lugar favorito.
Para mi desgracia los gustos de Lorenza y los míos coinciden plenamente. Hay
una verdadera batalla por ver quien llega antes al sofá. Ya se pueden ustedes
imaginar quién de los dos gana la partida. Mi biblioteca es otro de sus sitios favoritos. Husmear entre mis
libros le subyuga. Estoy seguro que no lo hace por afán de cultura, sino por el
simple hecho de demostrar quién es quién es el hogar. Cuando por la noche no
está de parranda o no se une a los gatos musicales o Beethoven no endulza su
alma gatuna, mi cama, a pesar de mi inútil oposición, es donde más disfruta
dejando sus reales posaderas. Aquí, el combate se hace encarnizado, pero a
pesar de mis estratagemas y de la intensidad de mi obstrucción, al final duermo
mi derrota en el cuarto de los invitados.
Ahora bien, ¡hasta ahí
podíamos llegar! Lo que ya no le permito, se ponga como se ponga, es que invada
el santo lugar de mis descansos y desahogos, mi apacible retiro obligado por las
convulsiones de mi sistema parasimpático, como le ocurrió hace tiempo a mi
compadre Eufrasio con sus gatos, rebeldes y puñeteros como pocos, que invadían
su sancta sanctorum sin importarles si se estaba duchando, cantando la Traviata
o aliviándose del mal de vientre.
Hasta ahí podíamos llegar…
Los descolgados del Prado
Andrea Sacchi, todas las noches tenía por costumbre descolgarse del
cuadro que su discípulo Carlo Maratta le hizo, para pasearse por las
silenciosas salas del Museo del Prado. Cansado de ir solo por las interminables
galerías tuvo la ocurrencia de tentar a otros colgados para que le hicieran
compañía. De esta forma, noche a noche fue encontrando colegas en tan
aventurero acontecer.
Su primer compadre fue el canónigo Giovanni Mateo Ghiberti, del veronés
Bernardino India, el canónigo Ghiberti era hombre de tendencia melancólica y
dado al recuerdo. Su pasado tiempo como obispo de Verona, no era fácil de
olvidar. Una noche le preguntó al adelantado Andrea:
—¿Cómo supiste que yo era un descolgado?
—Tus ojos chispeaban. Eso me indicaba el
irresistible impulso que sentías para saltar a una nueva vida.
—No creas, vida como la que tuve en
Verona, no podré repetirla. Aunque te he de confesar que tengo una gran
curiosidad por visitar a una copia mía que está en el Museo de Castelvecchio.
—Difícil
lo pones, amigo Giovanni, cuando estamos cautivos en este lugar, bien
transitado durante el día y solitario como un cementerio por las noches.
—Si
pudimos lograr el infranqueable tránsito de escapar de nuestro estático estado,
¿cómo no vamos a poder hacer una escapada hasta la querida Verona?
—De
momento, yo no tengo la solución, amigo Giovanni, pero no desesperes, acaso
algún otro descolgado la tenga.
—Busquémoslos,
pues —y dejando pasar unos segundos, siguió hablando: Dices que se les nota en
el chispear de sus ojos.
—Así
es. A los que no les chispean sus ojos es que aún no han evolucionado y están
conformes con su condición de simple recuerdo.
—Anoche,
paseando por la sala de Goya, vi al joven de camisa blanca que iban a fusilar
las tropas de Napoleón, que más que chispearle los ojos parecían que se les
iban a salir de sus órbitas.
—Ya
lo tenté noches atrás —confirmó Andrea Sacchi— No nos vale, está enfermo de
patria. Me comentó que le era imposible dejar de ser símbolo de mártir patrio.
—Los
hay para todos los gustos.
—No
desesperes, igual que tú escuchaste mi llamada, otros tantos la escucharán.
Razón
tenía Andrea Sacchi, así noche tras noches fueron sumándose descolgado tras
descolgado. De esta forma volvieron a la nueva vida dos personajes de los
borrachos de Velázquez; la marquesa de Santa Cruz de Francisco de Goya, de la
que se enamoró perdidamente Andrea Sacchi; Tomás de Iriarte de Joaquín Inza,
para comprobar cómo iba las ventas de sus obras, en especial las Fábulas literarias que publicó en
1792; un condenado del Auto de fe de Pedro Berruguete, aliviado
por poder escaparse por unas horas de tan trágico destino; Isabel Clara Eugenia
de Alonso Sánchez Coello, hija de Felipe II y protectora de las artes; el
caballero de la mano en el pecho del Greco, que bajó con la idea de aclarar si
él era el caballero de la Orden de Santiago Juan Silva, notario mayor de
Toledo, o el propio Miguel de Cervantes; don Fernando Girón y Ponce, gobernador
de Cádiz, de Francisco de Zurbarán, que a pesar de su gota bajó para darse un
respiro en la defensa de la ciudad de las acometidas de la escuadra inglesa de
lord Wimbledon; un mosquetero neerlandés del cuadro de Las Lanzas de Diego
Velázquez; un bailarín del cuadro Fiesta
campestre de David Teniers, el joven; y algunos más hasta llegar a la
veintena.
Es difícil imaginarse el deambular, a
veces en silencio y otras en animada cháchara, de tan misteriosos personajes
por los salas del museo. Así pasaban las noches hasta las primeras tonalidades
del clarear, que rápidamente volvían al lugar para el que habían sido creados.
Los más dados a la francachela formaron una timba con la baraja, que un
conserje dejaba en su taquilla. El gobernador de Cádiz, que era ducho con el
julepe, una noche les dijo a sus compañeros de partida:
—Veremos como os vais a apañar en
pagarme los mil reales que os he ganado hasta ahora.
—Cómo no salgamos tras los muros para
buscar los cuartos, dígame su vuecencia cómo —preguntó uno de los borrachos de
Velázquez.
Fue el origen. Desde este preciso
momento la frase comenzó a roer los pensamientos de algunos descolgados.
“La ocasión la pintan calva para conocer
la capital del reino” se decía el joven Charles Cecil Roberts del retratista
Pompeo Batoni, en su primera noche de descolgado.
“Claro, aquí encerrado nunca podré comprobar la ventas de mis Fábulas literarias, que tanta lata me
dieron con mi amigo Samaniego” rumiaba Iriarte.
“Dar una escapadita extramuros sería un
primer paso para volver a la querida Verona” cavilaba Ghiberti.
“Acaso sea la oportunidad de saber por
fin si soy Juan Silva o el divino Cervantes” meditaba el hombre de la mano en
el pecho en su seriedad.
Mr
Robert Butcher de Walttamstan, hombre inteligente, pero con fuerte tendencia a la
jarana, de la que nunca pudo disfrutar por el qué dirán de su época, con la
idea de resarcirse de las inconveniencias pasadas, explicó al expectante grupo:
—Desde la posición de mi cuadro, que pintó el ponderado Tomás
Gainsborough, varias veces he oído a algún que otro visitante, con las ojeras
que proporciona el poco dormir, las veladas de fábula que se habían corrido por
las tabernas y discotecas madrileñas.
—Esto tiene que ser cosa de vivirlas
—Dijo eufórico el bailongo de la Fiesta
campestre.
—Simple rumores —Apuntilló el signore
Andrea Sacchi, pero tras un dubitativo gesto apostilló: No sería ninguna
majadería comprobarlo.
—Tiene su merced todo mi apoyo —Aún tengo en mi retina el recuerdo de
otros tiempos —expresó uno de los borrachos de Velázquez, concretamente el del
sombrero negro.
—Pues, queda dicho. Votemos en democrática hermandad —concretó el
adelantado Sacchi.
—Conmigo no contéis —aclaró la infanta Isabel Clara Eugenia— con las
maravillas que hay en este museo no tenemos necesidad de buscar otros placeres
fuera de aquí.
—¿Alguien más se opone a la aventura? —preguntó Andrea Sacchi.
Cómo ninguno de los descolgados contestó, el adelantado dictó la
sentencia que todos esperaban:
—Queda establecido el poder salir a extramuros.
—¿Cómo saldremos? —preguntó el condenado del Auto de fe, que ansiaba verse lo más lejos posible de su fatal
destino.
—Por la puerta, como sale todo el mundo —le aclaró el bailongo de la Fiesta campestre.
—Eso está por ver —Dijo en su seriedad el hombre de la mano en el
pecho, metiendo a todos en la duda.
—Vayamos a la rotonda norte y comprobémoslo —sugirió Mr. Robert Butcher de Walttamstan.
Todos fueron hacia allá.
Expectantes vieron cómo el señor Butcher atravesó la puerta sin ningún
impedimento. A los pocos segundos, volvió a entrar diciendo:
—Amigos, hace una noche
espléndida.
Alborotados, todos
quisieron salir de inmediato. Mas, viendo Andrea Sacchi el descalabro, se
interpuso entre el grupo y la puerta, diciendo con fuerte voz:
—¡Alto! Como responsable
que me siento de haberos inducido a vivir en este nuevo estado, antes de salir
a una ciudad desconocida os impongo estas dos condiciones: Una, ir siempre en grupo.
Dos, volver a nuestros puestos en los cuadros antes del amanecer. Si es así:
¡adelante! Si no es así: contad con mi oposición.
El gobernador de Cádiz, hombre dado al orden, vio gran acierto en las
palabras del adelantado.
—Corroboro punto por punto sus palabras.
—Yo también me sumo a esa opinión —dijo el obispo Giovanni Mateo
Ghiberti.
—Y yo… Y yo… Y yo… —se apuntaron otros descolgados alzando, al mismo
tiempo, sus manos.
—Un momento, antes de salir creo de conveniencia nombrar como
responsable de esta hermandad al adelantado Andrea Sacchi y acatar todos su
parecer —sugirió Tomás de Iriarte.
—De acuerdo —afirmaron los componentes del grupo.
Tomando el responsable la palabra, dijo:
—Pues bien, los que ya estuvieron en su época en esta ciudad, tengan la
amabilidad de ir a mi lado —y dirigiéndose a la marquesa de Santa Cruz, le dijo
al tanto que le ofrecía su brazo derecho—Señora mía, tome mi brazo y no se
despegue de él. Considere que es la única mujer del grupo y sólo Dios sabe la
suerte que nos espera saliendo a tan arriesgada aventura.
En orden y en silencio todos atravesaron la puerta, menos la infanta
Isabel Clara Eugenia, que en profunda soledad se perdió por las galerías que
tan feliz le hacían, mientras iba pensando: “Si mi padre, el poderoso Felipe
II, tuviera a bien descolgarse del cuadro de Rubens, que tanto me agrada, no permitiría
que esta turba de aventureros salieran”.
La noche era espléndida como afirmó Mr. Robert Butcher. Dejar atrás la escalinata de la
puerta norte y parar el grupo en seco fue al unísono. Los personajes, no
acostumbrados a tal luminiscencia, quedaron atónitos ante la iluminación de la
ciudad. La fuente de Neptuno resplandecía en todo su esplendor, en medio de una
ancha vía que tenían frente a ellos. Apenas pasaban viandantes. Eso les dio
ánimos ¿Qué camino tomar? Las dudas comenzaron a surgir entre los que se
suponían conocedores de la capital.
—Yo, como posible
Cervantes diría que tenemos que atravesar ese ancho sendero que tenemos
enfrente. Detrás de esa impresionante fuente y de esa arboleda, me da la
sospecha que podemos encontrar zona de esparcimiento —sugirió el hombre de la
mano en el pecho—. Ahora, como notario mayor de Toledo le digo, amigo Sacchi,
que no tengo ni pajolera idea de qué camino seguir.
Los otros aventureros
conocedores de la capital en su tiempo no sabían exactamente cuál sería la
mejor ruta. Sólo el escritor Iriarte, dijo con cierta duda.
—Intuyo que el posible
Cervantes, tiene razón.
A lo que se sumó la
marquesa de Santa Cruz:
—Sí, puede ser que el
posible Cervantes nos esté indicando buen camino, porque si no me equivoco este
ancho sendero, aunque está muy reformado desde que pasé la última vez por él,
debe ser el Salón del Prado. Si seguimos hacia la derecha supongo que
llegaríamos al Palacio de Buenavista y no creo que por allí encontremos algo
digno de vivirlo.
—Pero si el que
suponemos que es Cervantes no lo es y es el notario de Toledo. ¿Qué hacemos, entonces?
—puso en duda el soldado neerlandés del
cuadro de Las Lanzas.
—Pues nada, damos la
vuelta y santas pascuas. Tenemos toda la noche. Así pues, adelante —concluyó el
adelantado Sacchi, indicado al grupo que le siguiera.
Nada más intentar cruzar
el ancho sendero, que efectivamente era lo que la marquesa de Santa Cruz llamó
el Salón del Prado, Paseo del Prado en la actualidad, unos vehículos pasaron
veloces ante ellos, haciendo un ruido desconocido e infernal para sus oídos.
Aterrados, se
arremolinaron unos a los otros viendo expectantes a los coches que transitaban
en ambas direcciones. Pasado un corto tiempo, Mr. Robert Butcher de
Walttamstan, impresionado por lo que estaba contemplando, les dijo a sus
compañeros:
—Amigos, no temáis. Me
da la sospecha que esas endiabladas máquinas no podrán nunca hacernos daño.
Vivimos en dimensiones distintas.
Como nadie de la
hermandad entendió eso de dimensiones distintas, el propio Mr. Robert dijo:
—Yo tampoco lo entiendo,
pero voy a cruzar esta vía.
Influido por dicho
convencimiento, Mr. Robert Butcher cruzó el Paseo del Prado sin percance alguno
a pesar del fluido transitar de los coches. Desde la acera opuesta animó al
resto de la hermandad a que le siguieran.
Estando todos en la
acera opuesta, contentos y aliviados al comprobar la impunidad con la que había
atravesado tan peligroso cruce, surgió ante ellos la carrera de San Jerónimo
totalmente iluminada. Al fondo a la derecha se contemplaba el Congreso con sus
dos leones de bronce, como celosos guardianes de las farsas políticas que suele
darse en tan ilustre mentidero.
Hacia allá iba el grupo,
cuando la marquesa le comunicó a su acompañante Andrea Sacchi:
—Caballero, pienso que
será mejor ir por la vereda del Prado, hacia la izquierda.
—Sus
sugerencias son órdenes, señora mía —dijo cortés el adelantado Sacchi.
De esta forma el grupo
siguió los pasos del adelantado. Al llegar a la primera bocacalle, leyeron un
cartel que decía: “Calle de Cervantes”.
—Nombre de altura y de
prestigio tiene usted —le dijo el joven Charles Cecil Roberts al hombre de la
mano en el pecho.
—Si lo fuera, hermano en
aventura, pero quién podrá aclararlo.
Entonces Tomás Iriarte,
que no dejaba de dar vueltas a sus recuerdos, le dijo al posible Cervantes:
—Estimado maestro, usted
sólo puede aclararlo si rememora su pasado por este barrio. Si usted es
Cervantes debe recordar que vivió en esta calle, denominada por aquellos
tiempos la calle de Francos, pero también vivió y murió en otra que está cerca
de aquí, que creo se llama calle de las Huertas o de Cantarranas, donde se
ubicaba el Convento de las Trinitarias, en el que fue usted enterrado.
—Pues no seré Cervantes,
porque no recuerdo absolutamente nada.
—Vayamos hacia el
Convento por si allí su memoria le da un vuelco, ordenó el responsable Sacchi.
Hacía allá fueron,
atravesando, entre algunos escandalosos viandantes, la calle Lope de Vega,
antiguamente Cantarranas, mas al llegar a la contigua calle de las Huertas
todos los miembros de la hermandad quedaron petrificados con la boca abierta,
dejando en el olvido al Convento y a las ganas de averiguar la personalidad del
hombre de la mano en el pecho. Un incesante jolgorio de música y charloteo
llenaba la calle y las variadas tabernas que había a lo largo de sus estrechas
aceras. Sin esperar orden alguna y olvidándose el compromiso adquirido de
permanecer en grupo, comenzaron a dispersarse por cuanta tasca encontraban a su
paso. En La Lupe, donde se servía una
sangría cabezona que tumbaba al más pintado, los borrachos de Velázquez junto
al joven Charles Cecil Roberts y al mosquetero de Las Lanzas tomaron discreto asiento, y con eso de estar en otra
dimensión pronto aprendieron el truco de vaciar jarras a espaldas de los
camareros.
—Oye, Eustaquio, ¿quién
se ha bebido esta jarra y no la ha pagado?
—Pues chico, no lo sé.
Yo no la he servido —se justificaba el camarero Eustaquio ante su encargado.
Pero no fue solamente la
jarra de La Lupe, también empezaron a desaparecer jarras, botellas de ron, de
whisky, o de lo que fuera en cuanta taberna de la calle de las Huertas y de
otras adyacentes por donde pasara la marabunta de los descolgados. La Hora Bruja, La Ley Seca, Las Cuevas de
Sésamo, La Boca del Lobo, La Negra Tomasa, y otras tantas que
hierven de música, alcohol y droga hasta altas horas de la madrugada fueron
testigos de su voracidad.
Tras años e incluso
siglos de abstención, ninguno de los componentes de la hermandad de los
descolgados se resistió a la tentación de vivir juerga tan inesperada. Todos
sin excepción se metieron de lleno en ella sin acordarse de su condición. El canónigo
Giovanni Mateo Ghiberti, que había cogido privilegiado sitio en la Boca del Lobo, tras meterse entre pecho
y espalda tres margaritas, salió al fresco para despejar su aturdida cabeza.
Anduvo buen trecho hasta llegar a la calle Cedaceros. Allí se topó con un
letrero que decía “Vincit. Agencia de Viajes”. A pesar del nublado que rodeaba
sus neuronas, sacó una conclusión: “Aquí puedo encontrar solución a mi deseo de
visitar Verona”. Eran las dos de la madrugada. Cuando oyó las campanadas de la
cercana iglesia de Calatrava dar las siete, ya se había enterado de que había
unas máquinas que volaban y que podían llevarle desde Madrid a Roma en dos
horas, que salían de un lugar que se llamaba aeropuerto de Barajas y, que no
lejos de aquí, había una máquina subterránea, que llamaban Metro, que podía
conducirle hasta ese mismo aeropuerto. Así, sin pensarlo dos veces, salió de la
Agencia de Viajes, tomando rumbo hacia su querida Verona.
Paralelamente, el escritor Iriarte, tras beberse unos lingotazos de un
buen coñac, subió calle arriba para compensarlos con el excelente ron que el
enano Nicolás de Pertusato de Las Meninas
de Velázquez le dijo que servían en La
negra Tomasa. El enano Nicolás fue el último en descolgarse y el primero en
recorrer todas los tugurios de la zona. Pero mira por donde, sobre el número 40
de la calle Huertas el literato Iriarte se dio de lleno con la librería Iberoamericana. Sin dudarlo, atravesó la
cancela y empezó a buscar su obra literaria entre los miles y miles de libros
que guardaban las estanterías. Se pasó la noche sin encontrar ninguno de sus
escritos. Entrando el amanecer, descorazonado, salió a la calle en busca de
consuelo.
Todo esto ocurría al tanto que
los descolgados, que no tenían pare en eso de empinar el codo y bailar
hasta el agotamiento, vieron cómo empezaba la clientela a desaparecer y los
camareros a recoger las mesas. Un reloj en Las
Cuevas de Sésamo, dio las cuatro. Poco caso hicieron los juerguistas;
desbocados como potros salvajes, bien había aprendido cómo sablear las botellas
y cómo pasar de una taberna a otra sin riesgo alguno. Serían cerca de las seis
cuando el gobernador de Cádiz, que se encontraba en La Mojigata en animada conversación con Mr. Robert Butcher sobre la
estrategia que estaba usando para impedir que lord Wimbledon se apoderara de la ciudad, oyó el
ruido metálico del cierre de la puerta. En ese preciso instante tuvo conciencia
de lo avanzado de la hora. Dando un salto preguntó:
—¿Dónde está el adelantado
Sacchi?
Un personaje de Las Capitulaciones de Boda de Wattean,
que estaba medio dormido en un rincón cercano, le explicó:
—La última vez que lo
vi, estaba refocilándose con la marquesa en El
Secreto de Rita, que está en la calle
de al lado, creo que se llama Echegaray.
—Vamos, pues, a
buscarlo que ya es hora de recogerse.
Apurando los vasos que
tenía, los cinco o seis descolgados que vivían en Las Cuevas de Sésamo los últimos latidos de la juerga, salieron a
la calle atravesando la puerta que ya estaba cerrada.
—Ir a buscar por estos
tugurios al resto de la hermandad, el gobernador y yo buscaremos al adelantado
Sacchi, que a buen seguro, se olvidó de su responsabilidad —Dijo Mr. Robert
Butcher.
No hizo falta llegar
hasta El Secreto de Rita, ya que antes
de entrar en Echegaray, la pareja de tortolitos formados por Andrea Sacchi y la
marquesa de Santa Cruz venían calle abajo dando tumbos. Pasos atrás le seguía
un cabizbajo Tomás Iriarte que iba meditando: “¿Qué razón había para tanta
lucha con Samaniego? Ni él ni yo estamos entre los miles y miles de libros que
hay en esa librería. Nada de mis comedias ni de mis Fábulas literarias. Ni el menor rastro de El señorito mimado, ni de La
señorita malcriada. ¿Qué fue del éxito pasado? El éxito es como las
efímeras olas del mar. Una es absorbida por la siguiente en un abrir y cerrar
de ojos.”
Cuando los cinco
descolgados llegaron a Las Cuevas de
Sésamo, la cofradía estaba al completo, con excepción del que fue obispo de
Verona.
—¿Qué hacemos Andrea
Sacchi? —inquirieron algunos descolgados.
—De momento, ir a
nuestros puestos. Supongamos que el amigo Giovanni Mateo Ghiberti, como buen canónigo, sabrá
dar con el camino de vuelta. Así pues, marchemos todos juntos antes de que el
día aparezca.
Así todos juntos, con los trajes arrugados y llenos lamparones,
apoyándose unos en otros y dando bandazos, llegaron canturreando al Museo del
Prado, su casa, alborotando el silencio de las salas. La infanta Isabel Clara
Eugenia, que hacía rato se había situado en su lugar, se dijo: “Vaya tropa de
gamberros. Si mi padre pudiera descolgarse, los pondría a buen recaudo”.
Cuando horas después, se
abrieron las puertas al público, un conserje con vista hecha para el detalle,
vio extrañado como el mosquetero de Las
Lanzas, el bailongo de la Fiesta
Campestre, y otros más tenían los trajes hechos una lástima. Camino de comunicar el desastre a su superior iba
pensando: “Posiblemente, en un descuido, algún niño malcriado los manchó adrede
con sus manos llenas de chocolate”. Pero donde no pudo encontrar ninguna
explicación fue cuando se tropezó con el retrato de Bernardino India, del
canónigo Giovanni Mateo Ghiberti, y vio en lugar de la figura detallada y bien
definida del obispo una silueta blanquecina sin apenas relieve, como si el buen
obispo no estuviera.
Noches después tuve una
inesperada visita. Andrea Sacchi me pidió encarecidamente que aireara la
siguiente nota:
“Se ruega a la persona que vaya al Museo de Castelvecchio
de Verona y se encuentre con el que fue obispo de dicha ciudad, Giovanni Mateo
Ghiberti, le comunique que vuelva inmediatamente al Museo del Prado de Madrid.
En breve su figura va a ser restituida por otra semejante, y si no llega antes
de que esto ocurra, corre el riesgo de verse vagando eternamente al no tener
sitio en ninguna pinacoteca”.
Concierto
para piano y orquesta núm. 1
El director de la
orquesta cierra los ojos, respira profundamente como queriendo meter toda la
partitura en su cerebro y ordena al pianista la apertura del Concierto para
piano y orquesta núm. 2 de Sergei Rachmaninov. Una ola turbulenta estremece el
teclado del piano, mientras los instrumentos de la orquesta van esparciendo por
todo el recinto del auditorio un lirismo moderado que va envolviendo a los
espectadores.
Algunos, de medible
sensibilidad, oyen simples tonos más o menos agradables, pero otros, acaso los
menos, esos tonos llegan directamente a sus almas silenciando su lógica y su
juicio estético. Sus almas, embriagadas por los serenos acordes, se van
inflando como globos y elevándose lentamente hacia el techo del recinto,
sujetas por un cordón invisible al cuerpo que ha quedado inerme escuchando las
fluidas notas de la orquesta. Allí, en lo alto flotan en una melódica danza.
Este sosegado lirismo se mantiene hasta que el célebre Moderato deja paso el
Adagio sostenuto, que inicia su andadura con un breve vibrar de cuerdas; tras
ello, el piano empieza a desgranar con dulzura unas notas misteriosas, que
agitan en extremo a dos almas que vagaban melancólicas por el techo entre las
olas de la melodía. Electrizadas por tan íntimas notas, las dos almas, hechas
globos flotantes chocan entre sí haciéndose solo una.
En ese preciso instante, en el patio de butacas dos miradas
se encuentran, se reconocen y no pueden separarse sin entender la razón, a
pesar de que la lógica de los dueños de esas miradas les dice que por decoro
deben romper el misterioso lazo que les une.
Pero no pueden, por más que sus juicios les dictaminen
prudencia, no pueden. Muchos años atrás quedaron fundidas en una sola… Corría
los años de la guerra civil rusa. Tras la caída de Omsk el 14 de noviembre de
1919, el ejército blanco del almirante Kolchak, casi en desbandada, huyó hacia
el Este ante el empuje de los bolcheviques. Al llegar al pueblo de Kormilovka
el teniente Alexander Olinska buscó un médico para que atendiera sus heridas y
las de un compañero. Alexander no encontró al médico porque había sido
reclutado meses atrás por el ejército rojo, pero sí su casa y dentro de ella a
su mujer, Natalia Maximova.
Inmediatamente se reconocieron, nunca se habían visto, pero
se reconocieron como si toda la vida hubieran estado juntos. Natalia puso sus
escasos conocimientos en medicina en atender a los heridos, pero no apartaba su
vista ni su corazón de los ojos del teniente, y éste en los de ella. Pasados
unos días, el compañero de Alexander Olinska, algo recuperado de la herida, le
dijo a su superior:
—Vayámonos, no tardando nos descubrirán.
Era la postura lógica, pero el teniente Olinska no podía
romper el lazo que le unía a los grisáceos ojos de Natalia Maximova. Esa misma
noche el soldado desapareció entre las sombras.
El amor de Natalia y
Alexander bullía como ascuas, endulzado al atardecer por las notas del piano
del Adagio sostenuto del Concierto para piano y orquesta núm. 2 de Sergei
Rachmaninov. Natalia pasaba sus frágiles dedos por el teclado sin apenas
rozarlo, era su alma la que sacaba tan exquisitas notas. Así pasaron días y
días envueltos en un profundo e inexplicable amor, hasta que unos golpes en la
puerta rompieron el encanto. Una patrulla del ejército rojo los llevó al
paredón. Iban uno junto al otro, cogidos de las manos y mirándose tiernamente a
los ojos. No temían, su amor era infinitamente superior al miedo. Sus corazones
se habían fundido en uno solo. Unos disparos de fusil rompió su estructura
física, pero esas células de la emoción, del sentimiento, de eso que llamamos
alma continúan vagando unidos por el espacio infinito. Simplemente unas
nostálgicas notas de piano hicieron que volvieran de nuevo a este otro espacio
finito.
Esta vez no fue unos
disparos de fusil quien de nuevo los separó. Simplemente la voz de un niño de
unos diez años rompió el hechizo:
—Mamá, mamá, el
concierto ha terminado.
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